Breve relato de viaje en Perú
Machu Picchu.
como un nido escondido en la cima de los Andes
16 de agosto de 2004
¡Qué extraño! Aparte de los cuatro amigos que caminan conmigo, no veo a nadie más.
De hecho, no veo absolutamente nada. La oscuridad es total, y las luces débiles de nuestras linternas apenas iluminan un pequeño espacio frente a nosotros. Apenas logramos ver dónde ponemos los pies.
Si hubiera otras personas, seguramente escucharíamos el sonido de sus pasos sobre el sendero de tierra y veríamos el resplandor de sus luces.
No, no hay nadie que siga nuestro mismo camino.
Sin embargo, imaginaba lo contrario.
Pensaba encontrar muchos viajeros. Todos caminando, igual que nosotros, para llegar al amanecer a la legendaria meta.
Casi me surge la duda de haber tomado un camino equivocado.
Pero no es posible, porque solo hay una ruta a seguir.
Me tranquiliza escuchar a mi izquierda el chapoteo de las aguas del río Urubamba.
Es la única referencia que me da la certeza de que vamos en la dirección correcta.
El valle del Urubamba está encajonado entre imponentes montañas, tan estrecho que a veces se le llama cañón.
La negrura de la noche es tan intensa que oculta incluso las enormes montañas que flanquean el camino.
Quizás sea la fuerza magnética del lugar la que me hace sentir de todos modos su presencia.
Tengo la impresión de que gigantes inmóviles están en los bordes del sendero, vigilando nuestro paso.
Debo decir que la sensación es más de temor que de protección.
El despertador sonó a las 3:15 de la madrugada, prácticamente pocas horas después de habernos acostado.
Tomamos un desayuno ligero, y a las cuatro en punto dejamos el pequeño *hospedaje* en Aguas Calientes, el pueblo donde estamos alojados.
Hoy es el día más importante de nuestro viaje a Perú.
Hay muchas bellezas en este país sudamericano, pero Machu Picchu, reconocido como una de las maravillas del mundo y uno de los sitios arqueológicos más grandes y mejor conservados, es sin duda la meta más esperada del viaje.
Tras caminar casi una hora por el sendero del fondo del valle, vemos a poca distancia una luz débil. Nos parece avistar un faro que marca el puerto.
El brillo, que apenas logra atravesar la oscuridad de la noche, a medida que nos acercamos, revela a nuestros ojos un pequeño puente sobre el río.
Un cartel indica que al otro lado del puente comienza el sendero peatonal hacia Machu Picchu.
Nos sentimos aliviados. Ahora estamos seguros de estar en el camino correcto.
Es aquí donde finalmente encontramos a otros seres humanos. También ellos, como nosotros, quieren llegar poco antes del amanecer a la llamada "Puerta del Sol" (*Intipunku*, en la antigua lengua quechua).
Enfrentamos nuestra aventura sin saber cómo estarán las condiciones meteorológicas. Solo al llegar sabremos si el cielo estará despejado y podremos ver Machu Picchu en su totalidad desde la posición privilegiada a la que queremos llegar. Si las nubes dominan el paisaje andino, entonces el sitio permanecerá oculto a la vista y nuestra empresa habrá sido en vano.
Probablemente no tendremos otra oportunidad de volver a estos lugares, así que no nos queda más que intentarlo y confiar en nuestra buena suerte.
Una vez cruzado el pequeño puente, comienza la subida.
Machu Picchu está a más de 2.400 metros sobre el nivel del mar y a unos 450 metros desde el fondo del valle.
Esta última es la medida que corresponde al desnivel que debemos superar para llegar a nuestro destino.
Para alcanzar el sitio hay dos opciones de camino.
Una es la polvorienta carretera de curvas, la misma por donde transitan los autobuses que van desde Aguas Calientes hasta Machu Picchu.
La otra es un sendero peatonal con escalones que sube directo por la ladera de la montaña.
Como es fácil imaginar, la primera opción es más cómoda, con menos tramos empinados, pero también es más larga.
La segunda, aunque más corta, exige un mayor esfuerzo por la inclinación y la forma escalonada del camino.
Por cuestiones de tiempo, elegimos esta última opción.
Aunque son las cinco de la mañana y estamos a unos dos mil metros de altitud, la temperatura es bastante templada, ya que estamos cerca del ecuador.
Lo negativo, en cuanto al clima, es la humedad.
No sé cuál será el porcentaje exacto, pero parece que el vapor en el aire llega al cien por ciento. Esta percepción, sin duda, se ve acentuada por el esfuerzo que hacemos para superar la considerable pendiente.
Los altos escalones ponen a prueba nuestras piernas desde el principio, nos cortan la respiración y resecan la garganta. Pero sobre todo, sudamos como si estuviéramos en una sauna.
Como habíamos previsto estas condiciones climáticas, hoy no llevamos mucha ropa.
La chaqueta ligera que usamos durante el tramo plano del fondo del valle la guardamos en la mochila apenas comenzamos a subir.
A pesar de llevar solo una camiseta de algodón, el sudor sigue brotando profusamente de cada uno de nuestros poros.
A medida que ascendemos, la oscuridad gradualmente da paso a los primeros destellos del día.
El entorno comienza a revelarse ante nuestros ojos, tomando formas y colores.
El sendero serpentea en medio de una exuberante vegetación tropical que cubre completamente la montaña.
Completamos el ascenso en aproximadamente tres cuartos de hora.
Poco antes de las seis de la mañana, estamos frente a Machu Picchu.
¡Celebramos, por supuesto!
… ¡y nos emocionamos, por supuesto!
Pero pronto tenemos que frenar la máquina de las emociones porque aún no hemos llegado al destino previsto y es necesario seguir adelante.
Para alcanzar la “Puerta del Sol”, todavía tenemos que recorrer un tramo más. Estamos un poco retrasados, así que reanudamos la marcha tras unos pocos minutos de pausa.
Aun así, logramos obtener una imagen inicial muy exclusiva del lugar. A esta hora, la gran multitud de visitantes aún no ha llegado y Machu Picchu es todo para nosotros.
De aquí en adelante, ya no hay más escalones. El recorrido sigue la ladera de la montaña y ahora es un sendero pedregoso, casi recto y con una ligera pendiente.
Dado el retraso acumulado y considerando que ya hay suficiente luz, aceleramos el paso para intentar llegar a tiempo para el amanecer.
Son las 6:30 cuando llegamos a la “Puerta del Sol”.
En tiempos de la civilización inca, esta construcción representaba la puerta de entrada a Machu Picchu. Su nombre se debe a que los rayos del sol la atraviesan durante los días del solsticio.
Nos sentamos en un pequeño muro mientras esperamos el amanecer y, al mismo tiempo, aprovechamos para recuperarnos del esfuerzo del ascenso.
Con el pasar de los minutos, más personas llegan al lugar.
En su mayoría, son aquellos que han recorrido el Camino Inca, el sendero sagrado que los incas utilizaban para llegar a Machu Picchu.
Se trata de un trekking bastante exigente que se realiza en cuatro días. Aunque no es un simple paseo, sigue siendo una ruta factible para muchos.
El acceso al recorrido es limitado y es necesario reservar con varios meses de antelación.
Este fue el motivo por el cual no pudimos hacerlo. Cuando planificamos nuestro viaje, los cupos disponibles ya estaban agotados.
En compensación, hoy la suerte estuvo de nuestro lado. No hay nubes y la visibilidad es clara.
Desde aquí, el panorama es increíble.
La vista incluye la cordillera andina peruana, salpicada de picos puntiagudos y verdes.
Debajo de nosotros, vemos el sinuoso valle del Urubamba, con el río que lo atraviesa como si fuera una serpiente que se desliza rápidamente.
Pero el protagonista principal de la escena, ganador indiscutible del Óscar honorífico, es sin duda Machu Picchu. Desde aquí, podemos admirar el “viejo pico” en su totalidad, tendido plácidamente entre dos montañas, una de las cuales es la inconfundible cima del Huayna Picchu.
Al salir el sol, nos sorprende ver cómo sus rayos iluminan directamente el sitio. Es como si, en una representación teatral, el personaje principal fuera destacado por la luz de un foco.
Es asombroso ver, en una cresta de montaña tan empinada e inaccesible, el conjunto de antiguas construcciones posado como si fuera un nido de pájaros.
Me pregunto cuál fue el motivo que impulsó a los incas a dar vida a una leyenda construyendo una ciudad sobre las nubes, invisible desde abajo.
Un pequeño grupo de llamas y vicuñas nos da la bienvenida a Machu Picchu.
Estos graciosos camélidos ya están acostumbrados a la presencia humana y, por ello, ni siquiera nos miran, continuando tranquilamente con su pastoreo.
Quizás es mejor así, considerando su tendencia a escupir a quienes se les acercan.
Un guía local nos lleva a descubrir Machu Picchu, la llamada “ciudad perdida”.
El sitio, construido en el siglo XV, nunca fue encontrado por los conquistadores españoles.
Abandonado por sus habitantes originales en la época de la llegada de los invasores europeos, permaneció en el olvido hasta su descubrimiento casual en 1911.
Bajo un sol radiante, ya bastante alto en el cielo, cada piedra de Machu Picchu brilla. Parece que todo nos cuenta de forma clara y transparente la historia de este lugar.
Y, sin embargo, no.
La ciudadela en el corazón de los Andes peruanos guarda una concentración de misterios y leyendas que probablemente nunca serán completamente revelados.
Como niños cautivados por el relato de una historia fantástica, escuchamos con mucha atención los anécdotas, hipótesis y curiosidades que nos cuentan, basadas en las reconstrucciones históricas de los arqueólogos.
Al visitar los templos sagrados, nos fascina conocer las creencias espirituales de los incas. Los elementos naturales de la tierra y el cielo eran venerados por ellos como divinidades.
Nos sorprende ver construcciones y piedras de formas enigmáticas, con más de quinientos años de antigüedad, colocadas con referencias precisas a los astros y al movimiento terrestre.
Mientras paseamos por las calles y plazas de Machu Picchu, sentimos que hemos retrocedido en el tiempo.
Después de medio milenio, los edificios están casi intactos. Solo faltan los techos que, debido a su construcción original de paja, inevitablemente han sido desgastados por los elementos climáticos.
Las construcciones, en cambio, están hechas de piedras trabajadas con gran habilidad. Los bloques de granito encajan con tal precisión que entre ellos no cabe ni la hoja de un cuchillo.
El resultado es sorprendente, especialmente si se considera que en aquella época no había herramientas de hierro y que para esculpir y moldear se utilizaban solo piedras muy duras. Además, no había animales de carga para transportar los bloques, y la rueda aún era desconocida.
Por las cuidadosas características de cada edificio, nos damos cuenta de que Machu Picchu no fue un simple “pueblo” en las montañas. Desde el principio, fue concebido y construido como un centro espiritual y residencia del emperador. Este mismo gobernante era considerado una deidad por sus súbditos.
Disfrutamos plenamente de la visita, también gracias al hermoso y soleado día que el destino nos ha reservado. Los colores son vivos, y el azul del cielo combina perfectamente con el verde de las montañas circundantes y los prados que cubren los amplios espacios abiertos del sitio.
Por estas tierras, no es común encontrar condiciones meteorológicas tan perfectas. Las cumbres andinas suelen estar envueltas en nubes, y las precipitaciones pueden ser intensas.
Nuestra visita continúa trasladándonos a esa amplia parte de Machu Picchu que, en el pasado, estaba dedicada a la agricultura, donde se cultivaban principalmente coca, patatas y maíz.
Aprendemos así sobre la dedicación a la agricultura de los incas, evidenciada por las cientos de terrazas excavadas en las laderas de la montaña.
Incluso los canales de irrigación fueron diseñados con maestría para distribuir equitativamente las aguas de lluvia entre los cultivos y favorecer el drenaje de los suelos.
Nos fascina observar cómo las construcciones de esta ciudad, símbolo del imperio inca, están perfectamente integradas en la cima de la montaña, respetando los contornos naturales y las particularidades del paisaje.
Es indudable la habilidad en el diseño y la construcción de las poblaciones indígenas, si pensamos en cómo estas estructuras, ubicadas en laderas escarpadas y en constante lucha contra la gravedad, han resistido durante siglos. Fuertes lluvias, vientos intensos y violentos terremotos han amenazado constantemente con hacer que todo se desmorone en el valle inferior.
Dedicar al menos medio día para descubrir Machu Picchu ha sido una sucesión de sorpresas y emociones incomparables. Una experiencia emocionante que ha valido la pena, desde el despertador en mitad de la noche hasta el esfuerzo de escalar la montaña.
Sin embargo, no podemos irnos de Machu Picchu sin haber conquistado también la cima del Huayna Picchu. La "montaña joven", cuya silueta en forma de cuña, de unos 300 metros de altura, recuerda un colmillo.
Por su posición detrás del sitio, este macizo es muy famoso porque siempre aparece en las fotos panorámicas que retratan la ciudadela inca.
Es aproximadamente mediodía cuando nos preparamos para comenzar el ascenso hacia la cima del Huayna Picchu.
Desde abajo, la montaña me da la impresión de un enorme monstruo que en cualquier momento podría sacudirse a quienes intentan escalarlo, como si fueran insectos molestos que caminan sobre su lomo.
El sendero es bastante exigente y no se recomienda para quienes sufren de vértigo. La pendiente es muy empinada y se sube por escalones que a veces son realmente muy estrechos.
En los tramos más peligrosos, hay una cuerda tendida a la que uno puede sujetarse.
Subimos paso a paso, en fila detrás de quienes están delante de nosotros. A veces tenemos que compartir el mismo escalón con quienes vienen en dirección opuesta.
Mientras avanzo, en varios puntos debo sujetarme con ambas manos a la pared rocosa que tengo a mi derecha. Del otro lado, es mejor no mirar, porque solo hay un abismo con una caída libre de varios cientos de metros. Bastaría una pequeña distracción para que nunca escribiera este relato.
Para llegar a la cima, finalmente atravesamos un estrecho túnel en la roca.
La cima está conquistada; estamos a 2.730 metros sobre el nivel del mar.
Una vez más, el esfuerzo es recompensado con el impresionante panorama andino y la vista de Machu Picchu desde una nueva perspectiva.
Estar en la cima del Huayna Picchu es realmente vertiginoso. Los espacios reducidos de la cumbre, sin barandillas, con los pies apoyados en rocas lisas e inclinadas, me transmiten una sensación total de precariedad.
Pero al levantar los brazos hacia el cielo, siento una gran libertad, como si pudiera tocar el cielo con las manos.
Uno podría pensar que, una vez completado el ascenso, lo más difícil ya ha pasado. Sin embargo, el descenso requiere un esfuerzo aún mayor. A las dificultades de la subida ahora se suma una constante visión del vacío que se extiende debajo.
Paso a paso y sin prisa, superamos incluso los puntos más complicados y, al igual que los demás, regresamos sanos y salvos a la base.
Este día, que sin duda archivaré entre mis recuerdos de viaje más hermosos, ha sido muy largo y bastante agotador. Por eso, una vez de vuelta en el pueblo de Aguas Calientes, junto con mis compañeros de aventura, me concedo una tarde de relajación en las cálidas aguas termales.
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